Estaba lloviendo, pero el sol andarín atravesaba suavemente las gotas de agua que se mesclaban con sus negras y resbalantes lágrimas. Caminando a destiempo, desentonaba con el cotidiano agite de la ciudad, la cual iba sumiendo su grisáceo cemento ante el anaranjado cielo del atardecer.
Vagas y curiosas miradas, imputaban su pena al ocaso del amor, o el simple cierre de un verano encantador. Tan bastos pudieron ser los comentarios, que nunca se abrió puerta para escucharlos. Caminando sin pausa y ensimismada en ella soportaba la agobiante precariedad de la existencia. Ahora entendía sin entender, tal vez sin quererlo, que aquella en el espejo resplandeciente y bella aún, no era más que el reflejo de un péndulo con prisa, de una poeta sin letras, una heroína sin salvación, una intelectual con polvo y sin voz.